lunes, 26 de abril de 2010

Mientras todos miran pero nadie interviene

El otro día iba yo sola camino de la universidad cuando me dío un chungo. Sí, es cierto, me puse pálida como la nieve, sentía frío y calor a la vez, comencé a sudar, mi visión de duplicó, y un insoportable dolor de cabeza se mezcló con una sensación de agobio y angustia nunca antes experimentada. Podría afirmar que lo más desagradable del episodio fue la interminable espera por llegar a Villaverde Bajo para evitar desplomarme en el tren, delante de tanta gente. O la sospecha de que el terrible malestar no iba a abandonar mi cuerpo por sí solo. O el miedo a que me ocurriese algo grave. Pero estaría mintiendo.

Lo peor fue la relfexión posterior, que nada tiene que ver conmigo ni con mi incidente en sí, sino con la reacción de los demás: indiferencia, pasividad, ausencia de socorro, ignorancia total. Habría unas 50 personas en mi vagón. Pero ninguna se acercó. Absolutamente nadie. Ni siquiera escuché un simple "Perdona, ¿estás bien?" o "¿Te ocurre algo?". Nada. Y mi aspecto no era precisamente saludable... ni normal. De hecho, huronear bien que lo hacían. Fijaban sus ojos en mí y en mi cara demacrada, y cuando yo levantaba la vista, el resto la apartaban. Ante tal panorama, no dudé en pedir ayuda, aunque fuese sutilmente, mediante preguntas del tipo: "¿Sabe si hay baños en la próxima estación? Me encuentro mal" o "¿no tendrá un Ibuprofeno por casualidad?". Pero lo único que obtuve por respuesta fue un escueto "no, ni idea, lo siento", acompañado por un implícito "déjame en paz, yonki, no me incumbe".

Quizás sea una exagerada. O una paranoica. Pero ésta no es la primera vez que constato la falta de humanidad que existe en la calle, con la diferencia de que en esta ocasión lo he vivido en mis propias carnes. Y aquí la perspectiva cambia.

Bandas de gorilas cobardes y agresivos que apalean en masa a un joven indefenso (mientras todos miran pero nadie interviene), viejos fachas que increpan a inmigrantes en el metro por el hecho de serlo, exigiéndoles sólo a ellos que les cedan el sitio por ese motivo (mientras todos miran pero nadie interviene), borrachos ensangrentados que se tumban en mitad de la calzada (mientras todos miran pero nadie interviene), ancianas enfermas y desprotegidas que sollozan tiradas en la acera y arropadas con mantas en una noche de invierno (mientras todos miran pero nadie interviene), adolescentes víctimas de un robo con violencia en la vía pública (mientras todos miran pero nadie interviene)... Y la lista sigue. Y hasta ahora sólo hemos hablado de sucesos cotidianos que he conocido en primera persona o gracias a los testimonios de otros.

Más famosos son casos como el de Álvaro Ussía, que murió apuñalado en plena calle a manos de un portero de discoteca. Es probable que muchos miraran, pero nadie hizo nada por evitarlo. Lo mismo ocurrió con la joven ecuatoriana que sufrió vejaciones y agresiones en el metro por parte de un xenófobo al que nadie se atrevió a parar los pies. ¿Salió alguien a defenderla?




¿Tan miserables somos que no nos dignamos a socorrer al prójimo ni siquiera en situaciones de emergencia? ¿Es cobardía? ¿Egoísmo? ¿Comodidad? ¿Desensibilización? ¿Falta de empatía tal vez? ¿Frivolidad? ¿O simple pasotismo? Es lógico y normal que antepongamos siempre nuestra propia integridad física, pero ¿hasta el punto de no ser capaces ni de tender la mano a quien lo está pidiendo a gritos? ¿Cómo podemos permanecer inmutables ante situaciones así? Yo no pido solidaridad mundial con aquellos que no tienen recursos y demandan apoyo y protección (que sería lo ideal, pero no somos dios). Lo que pido no es exigible. Debería salir instintivamente de cada persona. ¡Pero por lo general no es así!

Cuando el gobierno toma decisiones que no nos gustan o no nos interesan, bien que salimos a la calle a manifestarnos, a veces con el pretexto de que lo hacemos por apoyar a los más desfavorecidos (siempre que quepa la posibilidad de que la medida que se haya adoptado nos pueda perjudicar directa o indirectamente). Cuando un terremoto convierte Haití en escombros, bien que nos rascamos el bolsillo y después hacemos alarde de ello. Pero cuando se trata de auxiliar, ¡nos limitamos a mirar!

La opción más fácil es lavarse las manos y compadecernos del afectado en casita, cuando ya no le tenemos cara a cara. Pero cuando algo nos pase a nosotros y todos miren pero nadie intervenga, tal y como venimos haciendo toda la vida, otro gallo cantará.

1 comentario:

  1. Me ha encantado la sinceridad y la emoción que le pones al asunto, verdades como puños las que dices...

    Nos escudamos en que somos una sociedad solidaria, abierta, moderna donde las haya... parapetados en todo eso y olcidando que las grandes acciones comienzan por lo más sencillo, como se suele decir, no se ve la paja en el ojo propio pero sí en el ajeno... o más bien, antes de arreglar el mundo date una vuelta por tu propia casa. Con ello no digo que dejemos de lado a Haití, pero tienes mucha no, muchísima razón, hay que perder el miedo y ayudar, simplemente recordando que todos somos humanos. No dejarnos llevar por el pánico que crean -y creamos nosotros mismos- los medios.

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